La verdadera miseria del ser
humano está en demostrarse a sí mismo que
no puede caminar solo por la vida, y enquistarse tercamente en la
posibilidad de morir envuelto en los brazos de una persona.
Cuando la cruda realidad es saber que uno no
se tiene más que a sí mismo; sin por ello caer en el abismo del egoísmo ruin.
Uno debe vivir para los demás,
sin enredarse en las bravuras emocionales del otro, salvo para provocarle ratos
felices o para chismorrear en buena onda.
La acción de deseo virulento
(amoroso) hacia la otra parte, no es más que la clara señal de la enorme
debilidad, desconfianza e inseguridad que se tiene uno, alejándose del individuo
independiente y sin ataduras, que uno – en el fondo – es o debería ser.
Lo idóneo radica en la
practicidad existencial que se centra en la concreción del instinto salvaje y
erótico. Solo en los placeres de la carne, de manera reciproca, radica la unión
más vital para después continuar con una gran satisfacción; en el sendero cuya sombra
nuestra en la única y mejor compañía.
Y es justo los sufrimientos más
intensos, los que se dan por aferrarse locamente o por creer ciegamente en que
aquella persona a la que se mira con “pasión” como si fuese un ángel caído del cielo, cuando no es más que
el inicio de entrada al infierno.
Sin embargo el inicio puede ser
interesante si se vive – repito – en el goce erótico, sin pasar los límites de
este.
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