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La AVENIDA de las BOQUITAS PINTADAS



Por: Leon Azaña


Ante la mirada de niñas, policías y  tradicionales señoras, un sinnúmero de prostitutas, siendo en su mayoría entre 50 y 60 años, todos los días, desde las nueve de la mañana, hacen de las suyas en una populosa avenida, a pocos metros del conocido centro comercial “Polvos Azules”.





Por la avenida José Gálvez del olvidado distrito de la Victoria, caminan las “boquita pintadas” con esforzado flirteo. Enseñan coquetas sus huesudos hombros, y las piernas regordetas e hinchadas por los golpes de la vida. Cobran 20 soles, el tiempo que quiera el parroquiano; aunque la verdad es el tiempo que quiere la “susodicha”. Y no es que mientan por que quieran, mienten por necesidad. La necesidad es madre de la mayoría de las prostitutas. Y las niñas indigentes del barrio de Gálvez miran curiosas el dinero; que cuentan, sonrientes las pintarrajeadas meretrices.

En dicha avenida, hay un kiosco pintado de azul, que está rodeado por humanidades de  alegres nalgas o vale decir nalgas alegres de tristes rostros; que esperan el dinerito de los parroquianos, y lo hacen bajo el sol imperioso que derrite en segundos los hielos de un balde con chicha, y el chichero mira libidinoso a las ligeras rameras, y de vez en cuando les brinda una sonrisa sin dientes.

Son mujeres dignas de admirar. Están desde muy temprano en la vieja avenida José Gálvez; Impertérritas al frió y al calor. Están concentradas en hacer dinero, con la firmeza de un financiero nada modesto. Están analizando como esmeradas psicólogas, que hombre podría derretirse de pasión sexual en sus membrudos brazos. A la vez  lloran la suerte que nunca tuvieron.

Los serenos frenan sus camionetas sigilosas, mientras los policías bulliciosos van por ellas, y las “damas del placer” en hileras coloridas se desplazan asustadas a una covacha de un edificio a punto de despedazarse. Al instante una mujer de innobles y numerosas arrugas, y de hábil negociar “rompe la mano” de la autoridad, entregándole 50 soles al de mayor rango, y luego lo larga iracunda. Este satisfecho, le guiña el ojo y le toca la nalga gorda y la gorda le saca la lengua concupiscente.

Refunfuñan, gritan, se agitan y lloran unas contra otras, parece ser  el consuelo a su desconsuelo. Algunas piensan en sus hijos que esperan hambrientos y malcriados en algún guarique rancio, y se tornan diligentes, desesperadamente atentas, bruscamente sensuales. No falta por ahí un hombre “sapo” que se acerca sin plata, y se deleita en la crápula de la voz de la prostituta que le rinde su cuerpo. La mira entera y se va con las hormonas alborotadas, mientras la prostituta escupe sus pasos por preguntón siendo pobre. Para pobre, ella y consigo se enoja.




Algunas parecen pensar en lo que adquirirán  con su plata, ¿Se irán a jirón de la unión, las Malvinas, mesa redonda o quizá a la avenida abancay?, y si van, seguro compraran un helado de dos bolas, una ropa sexy para ver si aumenta la demanda de clientes, rímel, colorete, cortaúñas, pues viven de su rePUTAda imagen; aunque no la tengan, más que de puta.

Otras, que tienen entre 60 años,  solo desean que uno o dos hombres se fijen en ellas y soliciten sus servicios, ya que son 40 soles. Rezan para que se las “devoren”, para así; poder devorar un plato de comida. Merodean también prostitutas viejas y desdentadas que rozan casi los 70 años, expertas en sexo oral (así dicen), y a veces cobran la voluntad de uno, aunque uno no tenga voluntad de irse con ellas, y miran a las jóvenes prostitutas con envidia, recelo y nostalgia, que comienzan a pulular e imitar a las más viejas y obesas, a quienes llaman “mami” porque  las enseñan como ganarse la vida de la peor forma, sin decirles que es lo peor; porque ellas no lo saben o si lo sabían ya se les olvido.

Anochece, el sol se retira indiferente, la luna llama un viento suave, que seca sus sudores pestilentes; que no lo sienten los borrachos que las piropean, las manosean y después de recibir un fuerte carterazo por alguna de las cortesanas más agresivas, los borrachos gritan ¡putas!

Y las indigentes niñas que viven por la avenida José Gálvez, desde su ventana empolvada, miran curiosas a las kinesiólogas (así quieren que se las llame) que son robadas, insultadas, burladas por transeúntes malvados, en ese momento la rolliza mujer, hábil negociante de policías endebles de moral, le saca la lengua libidinosa a las niñas que se esconden tras la ventana, para luego volver a mirar inocentes…quizás solo por unos años más.

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